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arboreum

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Imagen original de Jorge A. Valcor Garte

Bienvenida


Gritar al mundo? no sé como. La tierra a girado tantas y tantas veces. Ya nada es lo mismo... Pero el andar por estas horas de la vida cala, cicatriza heridas, deja sonreír. Es irremediable vivir y es irremediable querer seguir viviendo, es irremediable pensar en las promesas de Dios y de tal modo es irremediable esperar que la humanidad se transforme al bien. Es mejor esperar en Dios y agradecer los que siempre nos ha sido dado. Es mejor confiar en el creador...

Aldoux

Aldoux
Intervención digital

Agua Capitulo primero

Capítulo I

La bruma húmeda y amarilla difundida en la habitación parecía suspenderse sobre un colchón de aire prístino, más azul, más fresco y menos pesado, el acuoso estrato mortecino parecía latir y su presencia era delatada apenas por los reflejos cáusticos del océano gris que se extendía más allá de la estrecha ventana. La nube inerte se dilataba y se contraía, como corazón tremendo e infame declarando su dominio, mientras el metal de las paredes parecía fluir al mismo ritmo cadencioso e inhóspito del fantasma vaporoso. El hierro corroído y humedecido descubría con voces lastimeras la contracción de sus átomos; pero en la reacción del metal ante el dominio casi inminente del crepúsculo, no había señal de vida.

En la pequeña mesa bajo a la única ventana había hojas de papel amarillento y algunos libros antiguos apilados sin cuidado. Un trozo de vela repujado sobre si mismo como un charco de líquido congelado descansaba irremediable sobre la mesa cubierta de gotas de parafina, mientras la superficie entera era velada por una delgada capa de polvo rojizo. El polvo se difundía cobijando cada objeto, incluso dominando el suelo difuso y cavernoso, el retrato borrado colgado sin cuidado, y la pequeña caja de madera colocada bajo la litera.

Los libros no habían sido leídos en mucho tiempo, eran un tesoro perdido en la penumbra áspera y violeta de aquella habitación.

En medio de la incertidumbre vacía del sórdido silencio se desato un murmullo casi inesperado. La brisa hizo levitar casi con humor una de las páginas del único libro abierto y luego el suspiro afilado desapareció, de la misma forma insospechada y juguetona con que disipó por un instante el dominio del hastío. Después de muchos instantes el soplo se materializó de nuevo, la página vibró despacio pero el prolapso cadencioso perduró apenas durante un solo segundo, pronto la vibración se incrementó tan frenéticamente que mil bocanadas contradictorias y precisas parecieron fluir ensañadas contra el indefenso y solitario objetivo. El ruido engendrado por el aleteo del papel se mezclo con el siseo agudo del aire en movimiento. La ráfaga cesó y el polvo que aún flotaba empezó a asentarse. La página arrancada por las saetas flotaba en el aire. Descendió casi quieta mientras el hipnotizante péndulo de su caída dilató el tiempo en el espacio de la habitación deshabitada. El tiempo pasó lento y los sonidos de la urbe se transformaron en una especie de voces a baja revolución. El trozo de papel descansó en el aire, la superficie amarillenta se tiño despacio de una especie de fluorescencia azul que intensificaba el negro opaco de la tinta, acentuó las formas de los glifos inmóviles. De pronto de manera inverosímil una a una cada forma oscura flotó, como arrancándose a si misma de la superficie vegetal. Flotaron, propagadas en el vacío oscuro, fulgurando tenuemente como chispas en el cielo nocturno, descendieron como el polvo pero antes que este hubiera caído. Brillaban, vibraban, se arremolinaban, parecían tener vida. Ambos, las letras y el papel cayeron, pero ni uno solo de los glifos colisionó contra el suelo. En un latido del corazón habrían tardado una hora en perder un centímetro de altura, se deslizaron despacio. El borde de la hoja rozó el camastro burdo y al instante el tiempo dilatado se contrajo, en una implosión que habría dejado perplejo a un observador. El espacio violado por el tiempo era una floración extraña cuyos pétalos carnosos y transparentes surgidos del mismo aire parecían constreñirse a si mismos. Flotando como medusas se expandieron y del precipicio espiral de la oscura corola surgieron diminutas estrellas y planetas que diseminándose y luego concentrándose dibujaron una galaxia que mantuvo sus giros hasta que el último tipo fantasmagórico fue arrancado de la página solitaria. La hoja del libro descansó vacía y pálida, tendiéndose sobre el lecho del libro violado, el polvo comenzó a llover asentándose sobre el papel más desteñido, más pálido, más fresco y renovado.

Se escuchó una detonación, los perros ladraron, y los ecos gordos se diluyeron agudos en la distancia. La galaxia se redujo velozmente hasta confluir cada estrella, astro y grano de polvo al sometimiento dominador de su propia esencia. La lucecilla parecía iluminarse cada vez más con cada estrella devorada pero al final su luz se disipó, permaneciendo como un tizón fosforescente teñido de azul y violeta intenso en el interior de la esferilla vítrea. La célula flotó por algunos segundos, girando leve. El cáliz profundo reclamó su dominio succionándola mientras se consumía en si mismo recogiendo el retaso de sus pétalos extraños. La explosión aún se expandía y la onda de choque elevó el polvo de su asiento mientras la vibración hizo tiritar los cristales y crujir las paredes del pequeño cuarto. Un mudalar se escuchó en la distancia.


Bajo el libro abierto descansaba un trozo de papel cubierto de trazos indecisos: “El amor no existía hacía tiempo, o no era lo mismo, muchos decían y creían que no existiría más, y que era una falsedad creada para dominar el hombre. Pero como a la mayoría de razones que afectaban mi vida aquel día fijé mi atención en ella, ciertamente la había visto antes, quizá había atisbado su mirada y su leve sonrisa flotando queriendo cruzarse con la imagen de mis ojos para casar mi conciencia. Yo mismo sentí lo mismo cada vez que atisbé su presencia. Cuando por primera vez me permití contemplarla, oculto tras el disimulo especializado, una sensación tranquila detonaba, pero la reacción no colmó mi materia, mi piel, mi instinto, ni tampoco mi mente. Hubiera cerrado los ojos tan solo para escuchar las notas tibias, alegres y femeninas de su voz de no ser porque ello delataría el éxtasis que su presencia había desatado. No hubiese sospechado que era tan soñadora como yo, hasta que su voz melodiosa derrumbó finalmente el muro de mis tímpanos, acariciándolos con cada letra y cada vocal, aún cada espacio de silencio, cada punto y cada coma. Su cabello oscuro y liso, su rostro redondo y simplemente hermoso se depositó en mi mente como una imagen inverosímil e ilógica.

Pronto la segunda ronda de misiles impactará, no volví a verte desde nuestra última, única y casual noche. A veces pienso que me dejé conducir por el impulso de no estar más solo o porque intuí que ella también lo estaba, pero esto fue diferente. Los dos lo sabíamos. Afuera el cielo es gris, es invierno ojala pudiese ver de nuevo la lluvia, los días grises que no me gustaba, aún no se extinguen y ya los extraño.”


La luz escarlata del crepúsculo se filtró a través de los cristales opacos colmando la habitación, acariciando el libro abierto con sus ases de fuego débil con el mismo cariño de un día fresco. Los rayos rojos dejaron de brillar poco a poco, en los últimos momentos del día moribundo entre tanto los edificios recortaron su silueta oscura contra el horizonte cielo rojo, mientras el hilo solar se sumergía en el vientre de la cordillera.

El rumor de unos pasos lentos pero hondos rompió el cuadro. La reverberación disminuía al aproximarse. Luego de un golpe seco, la puerta desvencijada gruñó agudamente abriéndose despacio.

A tientas extrajo una caja que guardaba en el piso, bajo la litera. Tomó un trozo de vela y encendió la mecha. La oscuridad se disipó despacio y la luz amarilla descubrió los velos nocturnos. El brillo tenue se esparció difundiéndose poco a poco hasta desaparecer. Y así el imperio de la noche fue coronado.

Los reflejos canijos dilucidaron la imagen de Habib, cuya respiración pesada se podía escuchar tras la máscara de platino que cubría su rostro. A decir verdad a simple vista no parecía ser humano. La brillante máscara tenía un tenue fulgor azul, casi imperceptible. Desprendió el turbante marrón que cubría el resto de su cabeza y lo depositó sobre la mesa. Unos tubos metálicos se extendían desde el respirador practicado en la máscara hasta un cilindro plateado que colgaba en su cinturón. Extrajo la mascara y el rostro fatigado y de apariencia mortecina adquirió rubor por un segundo, antes de tornarse pálido de nuevo. El semblante hervía sudoroso y el fresco de la noche no llegaría aún.

Sentándose sobre una caja continuó leyendo el libro que por accidente había dejado abierto la noche anterior. Notó la pálida página y durante unos cuantos segundos escudriño el hueco oscuro del piso y continuó. Su mirada se fijaba en la lectura. Nada interrumpiría su atención. Dos pitidos resonaron en algún lugar, pero Habib no los escuchó. Un minuto después un zumbido agudo resonó seguido por dos pitidos más. Habib prestó atención entonces, automáticamente desprendió el cilindró de su cinto y desconectó de él las mangueras que permanecieron colgando sobre sus hombros. Un LED iluminado de luz verde fulguraba en la base del contenedor y continuó brillando hasta que Habib accionó el seguro que mantenía sellada una pequeña válvula en la base del recipiente. Sirvió el líquido incoloro en una vieja y sucia copa de cristal. Bebió despacio. Extasiado disfrutó cada pequeño sorbo y mientras lo hacia sus ojos adquirían un nuevo resplandor de vida. Su rostro lucia como un marco inerte adornando la mirada vivaz del hombre sosegado y manso que había más allá de las pupilas. La figura agotada recuperó el color pero sus facciones se transformaron poco a poco hasta recuperar la calidez de la humanidad. Tomó una píldora de un compartimiento en el contenedor SSA y la tragó con el último sorbo de agua que bebió lentamente. La plenitud se diluyó de su mente tan pronto como regresó el suplicio de la sed.

Leyó con avidez. La vela casi consumida fue reemplazada varias veces, y debió abrir la última caja de velas antes de continuar. Absorto en la lectura viajó a través del universo formando imágenes imposibles en su mente, lejanos mundos paradisíacos, galaxias enteras pletóricas de vida. Divagó recreando un mundo glorioso, una tierra inverosímil.

“Cuando en mi cuarto cierro mis ojos y pienso, las ideas que yo formo son representaciones exactas de impresiones que yo he sentido”, mientras leía recordó éstas palabras que había leído muchos años antes. Dio un espacio en medio de la catarsis y se encontró con la profunda paradoja de concebir su imaginación como el resultado de su vivencia, le parecía contradictorio pues nunca antes había observado imágenes como las que pudo construir en su imaginación y sin embargo aquellas ideas fluían libremente y sin cesar en su mente. Pensó entonces que las impresiones de su vivencia tenían la habilidad de perfeccionarse para transformarse en conjuntos abstractos de estas mismas. Quizá tenía la habilidad factible y latente de crear mundos efímeros si tan solo pudiese disponer de una guía adecuada para despertar y encadenar el universo de su imaginación. Recordó algo más que había leído en aquel libro: “…aunque ni las ideas de la memoria ni de la imaginación, ni las ideas vivaces ni las débiles pueden hacer su aparición en el espíritu a no ser que sus impresiones correspondientes hayan tenido lugar antes para prepararles el camino…”. El pasaje figuró en la mente de Habib la existencia de límites entre lo posible e imposible, pensó entonces que era seguro dejarse llevar por la lectura. Intuyó que el resultado de sus impresiones en su imaginación era la simple conjugación de sus recuerdos, su realidad y de toda la experiencia vivida. Era seguro imaginar y no cabía ninguna duda en él de que dejarse llevar por la lectura no representaría daño alguno en la percepción personal de las circunstancias. Las ideas de la imaginación eran simplemente nada, quizá un simple recurso para escapar del dolor.

Libre de juicios continuó sumergido en la lectura construyendo fantasías al ritmo de la prosa. Seres fantásticos empezaron a adquirir forma en su mente, solemnes y simples unos, enormes y mágicos otros, provistos de columnas magnificas para sostener los brazos que jamás moverían pero que los hacían esplendorosos y vigorosos. Sus grandes troncos eran como las columnas de concreto que sostenían los grandes edificios de Hirjamayin. crecían arraigados a la tierra como hijos de su propia alma; alimentándose de ella y revitalizándola al mismo tiempo. En aquel mundo el sagrado líquido de la vida llenaba inmensos canales llamados ríos, cuyos causes recorrían montañas, valles y llanuras hasta fundirse en un solo ser con los mares inmensos, rebosantes de vida. Este no sería el fin último del curso del fluido de la vida pues algún día se transformaría y emprendería vuelo hasta fusionarse en nubes nuevas que la conducirían a nuevos causes derramándola en tierras y en mares nuevos. El ciclo continuaría: “por siempre”, un mundo de agua, sin sed, sin dolor.

Hermosos cielos azules cubrían aquel lugar, casi siempre. En las noches de verano el firmamento guardaba su velo para dejar ver más allá en su transparencia el universo entero. En el retaso nocturno podrían divisarse lejanas lámparas cuyo brillo disiparía la monotonía oscurecida de aquella eternidad, en cuyos confines la vida bullía como las aguas de los ríos más bravíos. El universo inmenso, la esencia de la vida. El liquido de la vida derramándose, fluyendo como polvo. Como la más obstinada tormenta de arena. La frescura llenando el ambiente como la bruma ácida, amarilla e hiriente. El cielo resplandeciendo en azul, en negro profundo y transparente como las nubes verdosas y asesinas del mundo de Habib.

Era bueno aliviar la pesadez de los días en aquellas lecturas, sumergirse en la prosa de historias fantásticas sobre increíbles mundos pasados, cercanos o lejanos cuyas fronteras iniciaban más allá del vórtice nuboso. Más allá o por encima de la lejana cordillera prohibida, la última frontera de la vida. Hirjamayin era un espejo de agua a mitad de la llanura estéril de esta luna solitaria.

Quien podría concebir más luceros que el astro borrado que día a día flotaba devorando tierras oscuras, yertas y erosionadas. La vela moribunda levitando lánguidamente, como un fantasma horroroso, adornando el cielo verdoso como un ojo atroz, apagado a punto de extinguirse. Solo restaba la verdad sórdida más allá de la simple imaginación, el solo instinto de mantenerse vivo aún ante la miseria de sus días, de la sed insaciable, de la muerte acechando, pujando por dar a luz el estigma final que marcara el ocaso de una raza acabada, pero ansiosa de vida. La postrimería de si mismo sintiéndose extinguir, fallecer a cada hora al percibir la inminencia de la muerte y luego por un milagro insospechado recobrar la vida.

Las imágenes hermosas se diluyeron en la mente de Habib, y la realidad tomó su lugar, cerró el libro con nostalgia y colocó un trozo de ladrillo sobre su lomo. Se tendió en el catre y divagó clavando su mirada en ningún lugar. “Hermosas fantasías, ideas magnificas de un mundo imposible. Ciertamente me traen paz y tranquilidad…”, Pensó.

En su mente había mil ideas, imágenes y esperanzas sin forma. Durante largo tiempo observó una fotografía que había fijado en la pared. La vela fulguraba en sus últimas luces, chisporrotenado. Observó la imagen, y su mirada gastaba las figuras oscuras y borrosas. La lágrima que brotó de los ojos toscos descansó temblando al borde de su rostro, se mantuvo aferrado a la rudeza de su propia imagen de ser sufrido y escarnecido. Sintió su ropa áspera y raída rozar su piel y casi pudo ver y tocar el aire pesado de la penumbra que poco a poco se cernía sobre sus párpados débiles y batidos. Pronto el tamborileo indeseable del propio corazón fue solo un eco en sus tímpanos y el exacerbante recuerdo del insomnio le abandonó. En su último flujo de conciencia recordó que esta sería su última noche en Hirjamayin y al final durmió.

“A mitad de un llano extenso cuya perfección rompía con la razón, un niño sostenía una esfera de cristal mientras la elevaba al cielo. El aire corría suave y tibio y en sus moléculas se diluía un aroma extraño y agradable, casi verde, casi savia. Un sol primitivo se elevaba tras el horizonte y una miríada de nubes brilló como piedras plateadas engarzadas en el manto violeta del día precoz. La esfera capturó la luz de la estrella que fluyó en un as vertiginoso a su interior. Entonces la llanura entera germinó en luz y de las entrañas mismas de su superficie emergieron capullos que en un segundo detonaron en una tormenta de verdor invadiendo polvo, rocas y surcos. El tapiz entero giraba despacio bajo los pies del levitante que flotaba suspendido en el espacio. El hervor vegetal consumía la tierra, pero la tierra se renovaba mientras era invadida. Crecían pastos, flores, arbustos y árboles majestosos, los seres alados invadían el espacio, se posaban en las ramas de los coposos árboles y recolectaban trigo, avena y frutas de los extensos campos, piaban y aleteaban alegres en la atmósfera. La nubes blancas velaron el sol por un segundo, más aún así la gema entera que era aquella tierra lucía transparente.

El niño cantó al tono de una melodía que halló su coro en los ecos de la distancia. Todo fluyó despacio y sereno mientras los copos de diente de león flotaban apacibles llevados por el viento fresco de aquel amanecer vertiginoso. El silencio brotó definitivo. El niño cesó su canto, observó el silencio, observó la tierra fantástica y se desató en carcajadas precoses. Giró entorno de sí alegre. Danzó y saltó ausente de si mismo y clavando su mirada jubilosa en los ojos de Habib dejó caer su cabeza contra el pecho mientras sus ojos se consumían en una especie de ironía y tristeza. Pronto el llanto conquistó su mirada y su rostro fino fue surcado por mil riachuelos. El silencio se apoderó del ambiente y ni siquiera se escucharon los ecos sordos de la lejanía. Fue cruel, y la mirada trágica y desolada del niño se ancló en el panorama. Habib se estremeció, quiso hablar pero su boca fue incapaz de responder a los impulsos de su pensamiento. La mirada del niño fulguró con luz propia y en ella se reunía el brillo de todas las estrellas. Aquellos ojos eran inmensos tanto que rompieron con la perfección del ahora en la mente de Habib.
En un lenguaje antiguo, sin pronunciar palabra, el niño habló con el desconcertado hombre. El monólogo se extendió más allá del tiempo. Una gran pena se apoderó de Habib con cada palabra. Quiso escapar, despertar, pero no lo logró. Así continuo el discurso por días, años y siglos enteros, y en su percepción de durmiente Habib vivió una eternidad en el sueño de aquella noche. Su cara se dibujaba feliz tras las sombras de la habitación oscura, cuya solemnidad pronto desapareció tras el destello rojo que inundo el edificio entero.”

Habib se puso en pie sobresaltado, aún aturdido por el sueño, tomó el arma casi automáticamente y penetrando en la negrura del pasillo se diluyó como un espectro.

El rostro de Habib estaba paralizado, inerte y expectante. Dejó el habitáculo rápidamente y se dirigió desbocado al sitio de la conflagración. Los edificios ardían habidamente y las pálidas lenguas de fuego bailaban con estrépito filtrándose a través de las ventanas desnudas.

La gente corría desesperadamente. Algunos, malheridos, eran asistidos por otros menos desesperados y más ansiosos de vida. Algunos se arrastraban en la polvorienta calzada o se apoyaban en las paredes dejando una estela de sangre en su superficie. Clavando miradas desesperadas en el observador que al huir no reparaba en ellos.

Los menos favorecidos yacían ya sin vida en el suelo o hechos pedazos contra la chatarra ennegrecida. Una mujer gritó desesperada suspendida en el borde de una ventana en el cincuentavo nivel de un edificio. Gritó airadamente, pero sus ruegos no hallaron respuesta. Cansada desistió de su lucha por la vida y se lanzó al vacío, aún amaba la vida y en los últimos segundos imploró amargamente, hasta que una saliente reclamo su último alarido. Cayó rebotando contra las verticales, y la agonía de su cuerpo inerte cesó al colisionar contra el suelo.

Algunos más cayeron abatidos como movidos por una fuerza mortal mientras la frenética masa sin rumbo se diluía al ocultarse en las ruinas cercanas.

Habib acercó la mira de su arma a su ojo izquierdo y con sigilo barrió la oscuridad mientras los rayos infrarrojos de su arma devoraban el entorno, escudriñó cada azotea, cada rincón. Su dedo índice se deslizó tembloroso y despacio. Observó el mástil del arma enmarcado por el vaho de la respiración. El proyectil cortó el aire desesperado silbando, como una saeta, casi con vida propia. El franco tirador cayó abatido.

El silencio recuperó su espacio, solo roto por el quejido del viento, por los ladridos de los perros, por los clamores de los heridos, los últimos estertores del incendio y el suspiro de Habib que exhausto y tembloroso se postró sobre sus rodillas apoyando su frente contra el cañón aún tibio y gaseoso de su arma.

Clara se acercó amable, casi conciente del dolor de su amo, y lamió con cariño la palma de la mano tendida agudamente sobre el muslo derecho. De pelaje blanco y andar alegre la desnutrida perra había adoptado a Habib siendo apenas una cachorrita

MARCA
(PERRO … REc clara)

La razón de la muerte era ya intolerable, y el alma de Habib estaba hastiada al recordar tantas vidas cegadas por su propia mano. Más allá de las vidas ajenas ajena le arrebata el miedo de perder su propia vida, no por la sola idea de la muerte sino por el ciego miedo de rebasar la frontera más allá del final último. Para Habib era tenebroso concebir aquella idea, sin Dios, la muerte significaba el momento de la extinción absoluta, la inmersión en el absoluto espacio de la nada, se pensaba solitario por la eternidad, quizá sin percepción de su estado pero al fin solitario navegando en la oscuridad horrible de la ignorancia y de la absoluta ausencia de vida. Habib no deseaba transformarse en roca.

Estaba fatigado del camino recorrido durante tantos años de soledad en medio de la muchedumbre, de esa muerte atroz sin obituario ni recuerdo alguno que tantas veces había presenciado y que tanto temía. Alguna vez en una de los patrullajes de perímetro, él y su grupo de vigilantes se vieron obligados a repeler un ataque inesperado de los Gamábes, debieron huir pues aquellos los aventajaban en número, pero en la huida dos de sus acompañantes cayeron seriamente heridos, Habib y otro hombre retrocedieron para auxiliarles pero el pelotón de Gamábes estaba ya sobre ellos así que debió elegir por su vida, sabia que Mirta y Fabricio sufrirían más de ser capturados en su estado así que en un impulso que jamás olvidaría decidió terminarlos. Jamás pudo olvidar las caras de sus compañeros caídos. Los ojos de Mirta estaban desorbitados de terror, pero una luz en su interior brilló intensamente y de aquel lenguaje mudo se podía leer: - Hazlo -, ella abrió sus labios pálidos y reitero – Hazlo señor, hazlo, ¡Escapa señor!. Habib con lagrimas en sus ojos y con el rostro expandido desvió la mirada y disparo el misil. Mirta falleció, su mirada perdió el brillo alegre de siempre y se extinguió dentro de sus esferas celestes. Habib y su compañero huyeron y durante su regreso, ni desde entonces hablaron nunca sobre aquel desgraciado momento. Desde entonces cada vez que el recuerdo venía a la mente de Habib sus manos sudaban más que nunca y la parte inferior de su ojo izquierdo le saltaba.

Había salvado tantas vidas pero cuantas más había extinguido, el sabor del homicidio era amargo en su paladar y muchas veces debió ser sordo ante los monólogos suplicantes de sus enemigos. Había vida aún en el más oscuro de los seres y cada uno de ellos defendería su existencia hasta el final al punto de la suplica y de la humillación. Con cada uno de sus heroicos actos había perdido un poco de si mismo y cada vez se aproximaba al oscuro concepto de la terrible inexistencia, de la nada, a veces se sentía morir en vida.

La soledad le consumía devastando sus ansias, mañana no existía más allá del deber, el próximo minuto sabiéndose respirar era una luz de vela en medio de sus días. Había una sed incesante de libertad de sí mismo, tan constante como la sensación que cada día invadía su paladar y su garganta de sequedad. El sufrimiento persistente e infinito que habita el océano de las almas perdidas.

Este pensamiento lo engullía y lo atormentaba sin cesar y lo consumía también en este espacio de aridez había segado una vida más. Sintió el cañón aún tibio y le repugno la sensación de su tacto.

Angustiado oprimió sus dientes y abrió sus párpados mientras sus ojos flotaban en su faz con el rigor de la locura. No podía dejar escapar el horrible grito de dolor que cargaba consigo. Su savia hervía, casi flameante explosiva. Su ojos cristalizados, solemnes y terribles eran angustia y odio por sí mismo, más que por el decadente mundo que poco a poco perdía la vida con cada hora, con cada día de amargura. Su humanidad se borraba al mismo ritmo de la difusa fotografía que se suspendía en su habitación. Una ventana de esperanza que cada noche brilló en su corazón y que cada noche borró un pedazo de su humanidad, dejándole ver un mundo fantástico, maravilloso e inexistente. Una promesa imposible de líquido sagrado abundante y fresco. El trozo de papel añejo que con cada tormenta de arena era lavado por las rocas minúsculas, hoscas y acres de su horrible pero amado mundo hostil.

Mientras tanto el sol opaco de su mundo brumoso calentaba los días al punto del hervor, y los hombres y mujeres, niños y niñas sucumbían cada día ante la fiera salvaje que les devoraba: el sol, la tierra, el aire, la miserable guerra.

El aire enrarecido aún más hediondo que las cloacas o los depósitos de cadáveres, aún más que los basurales esparcidos por toda la ciudad, como el pus que delata el avance de la gangrena asesina, al amparo de los edificios ruinosos poseídos todos por el fantasma de la pobreza absoluta. Hirjamayin la urbe derrotada.