La verdad aparente... Lo simple y lo complejo... Vida! solo es vida! Blog de Jorge A. Garita Tenorio
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miércoles, 14 de mayo de 2014
El Jardinero (Capítulo Primero)
Capítulo primero
La bendición
El Agua penetra continuamente en el océano
Pero el océano nunca se altera.
El deseo penetra en la mente del profeta
Pero el profeta nunca se altera.
Él conoce la paz.
Porque ha olvidado el deseo.
Vive sin anhelar
Libre del orgullo, libre del ego.
Bahabad Ghitaha
La casita sencilla pero de aire caluroso surgía de en medio del humus verde del bosque nuboso como una especie de milagro. El estuco teñido de cal casi podía tocarse con el tacto de la mirada y la madera de cedro olía a esa especie de amargura agradable que inunda el pecho de recuerdos ancestrales de animal indómito: líquenes, troncos de árboles gigantes, enredaderas, madera antigua, añeja, húmeda, tierra mojada después de la lluvia, agua clara y leve corriendo como un hilo transparente de sangre plateada acariciando el perfil sinuoso de alguna montaña intocada. Ese aroma a hogar, a tierra a origen.
La banda de tucanes de siempre ronroneaba en la distancia, al atardecer, haciendo rechinar los átomos del aire tenue, frío y nítido del paraíso. Atardecía y la soledad no conquistaba el hogar salvaje porque el bosque entero era por completo su dominio y su imperio inmune aun a la cercanía del destructor. India no ladraba aún, todavía no dominaba la tela de la noche: el ocelote no asechaba, tampoco el puma, tampoco la serpiente; India permanecía echada atada por una gruesa cuerda a un arbusto junto a su casa, sus ojos amarillos y ansiosos brillaban alegres pues finalmente había encontrado un hogar, y aquí era porfiadamente feliz, y porfiadamente libre. Era casi salvaje, casi indómita, casi puma feroz, casi serpiente venenosa, pero su corazón estaba inmerso en esa forma de emoción incontenible que otorga eternidad a los héroes aventureros, conquistadores de civilizaciones enteras, de corazones imposibles, de universos distantes. No sentía dolor porque finalmente aun atada había hallado la plenitud de su emancipación. El amo pronto regresaría y la plenitud entonces sería completa. Él era tan salvaje, tan loco, tan indómito como ella. Él era tan solitario, tan incomprendido, tan distorsionado como ella. El habitaba esta montaña como un forastero pero ciertamente él pertenecía irremediablemente al ADN fundamental de esta tierra. Ambos india y el amo eran dioses de sus mundos condenados a no poder tocar o percibir la dimensión entera de su existencia animal. La dimensión inenarrable e ilimitada del espacio del placer, del sabor dulce, amargo, agrio, del bocado tendido en las papilas; el sentido de la piel húmeda, dulce, amarga, imposible alcanzando la dimensión del tacto en la lengua, los labios, el tacto contenido del sexo rebosando como un sueño blanco y hondo en la boca derretida en saliva dulce y acre, en la percepción mortal de la idea incompleta de una plenitud equivocadamente perfecta.
El jardinero regresaba al hogar, su mascota India le esperaba. El arbusto de moras permanecía en el lugar de siempre y el paladar ya sentía la inminencia ácida del sabor de las moras de siempre. Como una especie de milagro los racimos de frutas moradas, casi negras, parecían ofrecerse sin pudor a su paladar de una forma nueva cada día: siempre cada día una fruta nueva ofreciendo su ácido sabor gratuitamente en aquel recodo irremediable del camino pedregoso. Las ranitas rojas “blue jeans” eran definitivamente venenosas, tan hermosas, tan irrepetibles, quizá tan perfectas. Los escorpiones negros eran tan robóticos tan impensables, tan desgraciadamente perfectos: arácnidos fatales e inevitables arrastrándose mágicamente en cada recodo oscuro del bosque, la hembra condenada a ser canibalizada por el apetito de sus crías. El Jardinero no odiaba a ninguna criatura. Posiblemente a alguna le tendría temor, miedo, cuidado: como a las serpientes. Pero de los escorpiones negros solo sentía asco, un terror profundo e incontenible. Los escorpiones negros se arrastraban adheridos a al tejado desnudo durante las noches, durante los amaneceres, durante los atardeceres. Graciosos levitaban sobre las sabanas limpias de la cama, sobre el pulido acero inoxidable del fregadero o sobre el piso pulido de ladrillos encerados. Al anochecer algunos escapaban emergiendo del regazo de la almohada, la imagen negra y hostil casi podía tocar el rostro desnudo y cansado del jardinero: La silueta oscura, las tenazas en movimiento, la aguja aguda crispada al final de la cola negra extendida sin remedio, las pupilas del jardinero ennegrecidas, hinchadas, el alma entera sometida a la inminencia del puñal casi inofensivo, pero tenebroso. El paraíso entero le circundaba, el jardinero finalmente había encontrado el lugar de su plenitud y su origen en la tierra, quizá la semblanza de la perfección, el origen, el nido del cual todo provenía. Pero siempre de manera fatal alguna cosa, alguna idea, algún sentido habría de oscurecer la inminencia de la plenitud absoluta.
El camino pedregoso cada día conducía al mismo lugar. Desde la escuela, pasando por el cementerio de los cuákeros, el puente verde, el basurero, el moral, la pradera, el portón de metal con dos ruedas incrustadas camino al hogar de aquella mujer misteriosa de ojos azules, de espíritu intenso. Tedi era extraña, quizá de muchas formas irrepetible, su ser entero estaba pleno de un espíritu único, fresco y vivas, sentía atracción por ella y durante todo el recorrido al mirador él había percibido de ella una forma de complicidad natural y de ninguna forma artificial, aunque el inglés que él hablaba no era del todo perfecto, ella comprendía el sentido definitivo de sus palabras y de alguna forma ambos corazones convergían a un espacio de plenitud al que ninguno de los dos podía renunciar. El mirador estaba cerca, ambos reían, sonreían por cualquiera y ninguna cosa, cosas sin sentido para nadie más que para ellos. El viento comenzó a arreciar, la tarde no acababa y aun la bruma del océano ocultaba la costa al pie de las montañas. El paraíso no era verde sino dorado, las nubes espumosas se desplazaban como velas hinchadas, veloces, prisioneras de la fuerza del viento, paridas del vientre verde de la selva. Y con la lluvia y el viento al atardecer vino la llovizna inundando el horizonte nuboso, el sol aun no se apagaba y la capa del cielo primitivo era aun azul claro y fresco,. El había visto en secreto las líneas del cuerpo femenino, le había agradado el volumen de su silueta, él había escaneado la cadencia de sus movimientos, los pies desnudos calzados por unas sandalias color café de aventurera. Los dedos regordetes, rosados, transparentes, cálidos y hermosos. Humedecidos por el incesable caer de la llovizna. En el mirador los dos permanecieron tendidos sobre la yerba, y en secreto la mirada de él se sumergía en las pupilas de ella, color de cielo, color de inmensidad. El contemplaba el rostro humedecido de ella, la capa violeta que protegía su tórax del la tenacidad húmeda de las gotas cayendo en una manada desbocada sobre cada superficie del paraíso desnudo. Él extendió la mano a la frente de ella, limpió de ella la humedad, y acomodo de la frente un puñado de cabello humedecido. Pero él no quería ser tan solo atento, sintió el impulso de querer tocarla, de sentir su calor, la superficie de su piel, de alguna forma la sensación de su esencia. A ella le agradaba el queque de zanahoria que preparaban en una panadería de Cerro Plano, pero el aun no lo sabía. Ella tenía ya una persona en su vida. Pero él aún no lo sabía. Ella también ignoraba que el forastero, recién llegado de alguna forma escapaba añorando una forma desconocida de libertad. Ambos eran distintos, pero por encima de la diferencia ambos eran definitivamente complementarios e iguales. Ambos permanecieron contemplando la belleza del horizonte, hablaron de trivialidades, de temas serios, de temas contradictorios. Él comenzó a sentir una fuerza nueva, poderosa y sublime inundando un espacio desconocido de sí mismo, de alguna forma por el tiempo de un momento fugaz se sintió pleno: completo. Ella también reía, y él, en el brillo marino y transparente de los ojos de ella se sumergía irreparable, escuchaba su voz atentamente, imaginaba su aroma distante, escuchaba las sonrisas los sonidos agrestes, extraños, raros que emitieron sus sonrisas nasales. De cualquier otra forma, aquellos ecos melódicamente disonantes le habrían molestado, pero ahora el error irremediable de lo raro, de ella, era sublime y tranquilizante. El horizonte límpido ya desvelaba la línea horizontal del golfo, las luces de unos buques ya brillaban en la distancia. Y sumergido en la catarsis de aquel accidente, el jardinero, permanecía perdido en medio de la espesura de aquel bosque que le sofocaba de un candor de fantasía coronadas, como si el solo pensamiento tuviese esa fuerza creadora que solo el suspiro de Dios es capaz de otorgar. Definitivamente en el espacio de aquel momento casual había tocado con el alma misma la cima de la iluminación, o del alguna forma había percibido por un solo segundo la dimensión incuantificable de la gloria definitiva. El tiempo continuó su paso. Entendió que aquel espacio era interminable. Supo que de solo imaginarlo hubiera permanecido allí junto a ella, hasta que hubiera un nuevo pensamiento de plenitud comenzando a ahogar su imaginación, o quizá esta vivencia tan completa, tan extraordinaria, seria inacabable. Aquella tierra era su hogar, su destino y su origen, así lo vivía. Del la misma forma en que sus ojos una vez delinearon la silueta de aquellas montañas, así como aquella impresión original en que el olfato presintió el volumen de aquella frescura: el pueblo pequeño de una sola calle, el pueblo pequeño adornado apenas por una iglesia, rosada, donde Santa Elena adornaba el altar que él nunca vería hasta aquel momento. El horizonte nuboso gris, celeste, casi rojo de la tarde era un abismo inmenso y monstruoso que parecía llenar un espacio antes vacio de su ser. La llovizna necia que de manera incesante mojaba la piel. El viento helado que como agujas agudas recordaba la sensación de la vida. No se apartaban de aquel momento.
Nunca en toda su vida había vivido un espacio tan sublime, la felicidad le ahogaba. Ninguna cosa más allá de este momento rebasaría la dimensión arrobadora de este flujo irremediable de totalidad. Ciertamente desde toda significación de su naturaleza, de su ser esencial aquel solo instante había sublimado el sentido y significado del momento libidinoso más extraordinario de su existencia hasta ese momento: no existía el ego del sentir el enajenamiento al tocar la cima del acto sexual coronado, el corazón no se agito, ni la sangre corrió ardiente, negra y enfurecida por las venas.
Pero no era suficiente aquella inundación, la humanidad, la animalidad emergió de manera indefectible, la transparencia de sus pupilas amarillas se inundó del azul claro de los ojos brillantes y profundos de ella. –Tedi-, pensaba. –Tedi-, devoraría el brillo hipnotisante de tu mirada, o mejor me dejaría ahogar por ella. La frente estaba cubierta por un leve mechón húmedo de su pelo y él no puedo evitar mover su mano hasta alcanzar la piel desnuda de ella. La punta de los dedos, el tacto, sintió la textura fugaz de la gotitas esparcidas sobre la superficie de la piel pálida. Pero el sentido original, el presentimiento de la dulzura de ella se materializó inmediatamente en la percepción de sus sentidos. A ella no le importó que la piel forastera de esta mano, invadiera sin autorización la última frontera de su privacidad. El tacto de la mano traspasó el límite, y la piel desnuda de los dedos se impregnó del perfume de la piel de ella. Mientras esto sucedía, él sumergía el volumen de su mirada en el espacio del universo azul y límpido de aquellas pupilas marinas. No se sentía esa forma de horror hemorrágico que se clava en el espinazo cuando el suspiro del miedo se enmaraña en el centro de la espalda, cuando el frio falso de la parálisis abarca la extensión entera de la columna vertebral. Se ahogaba terriblemente y su ser entero era incapaz de inhalar el aire de siempre, una corriente distinta le paralizaba o detenía de alguna forma el tiempo imposible en que ahora se suspendía su ser entero. Aquella agua inverosímil había colmado sus pulmones y ahora le llenaba enteramente de una materia nueva y desconocida. Se sumergía en estos océanos que la superficie cristalina de sus corneas era incapaces de evitar.
Ya la luz tenue de la tarde comenzaba a intensificar el poder de su brillo cegador. En la hora precisa en que los miopes son menos capaces de ver con claridad. El Jardinero permanecía tendido sobre la yerba agonizando consumiendo los brevísimos estertores del fin de esta vida. Entonces recuperó la conciencia y despertó de este sueño fugitivo. La humedad permanecía en la punta de los dedos de su mano, el sentido común de la humanidad le embargo y entonces se preguntó: -- He invadido lo prohibido, ese círculo indefinido que circunda a cada quién, muy seguramente a ella le molestó. – Entonces espero una respuesta defensiva departe de ella, el espacio de aquel momento también se dilató. Pero después nada sucedió. El confort de aquella vivencia deliciosa se intensificó, había confianza, tranquilidad, paz. Ella reía y él también. Para los curiosos ambos parecerían dos almas cómplices. Abajo en la carretera cercana que serpenteaba el verdor de la montaña, ronroneaban de vez en cuando algunos motores, o se escuchaban los ecos de algunas voces de turistas y lugareños que ya regresaban a sus hoteles o a sus casas. Ya el frío fluía pegado a los átomos que arrastraba el viento