LA COMETA |
Desde mi tierra salvaje, el palomar asomando por sobre los doseles. El día siempre insuficiente para abrasar todos los milagros inesperados de cada día insospechado. Pareciera no recordar nunca el pasado y sin nostalgia alguna me sumerjo en las ondas invisibles de estos amores que me arrastran como una ola gigantesca. Esta tarde un destello amarillo fulguró en los ojos negros de una imagen inesperada, y mis ojos amarillos sucumbieron atontando el objetivo de mi pensamiento. Un sabor a azúcar llenó mi paladar, mientras dos pájaros bobos se reían de mi. Un sabor a azafrán, a miel, aroma de te, de tronco añejo inundo mi pensamiento. Me torné estúpido o me sentí niño de nuevo y una chispa mágica floreció en el vacío del espacio, creció dilatándose como el sol tardío, dividiéndose y dispersándose hasta dibujar una constelación entera en el cielo de la tarde que reventaba en mi tórax. Un perrillo valeroso se desembarazó de su porte y trotó raudo, como una bala tras una motocicleta; la conductora y su acompañante sonreían, el animalito gracioso ladraba. Los niños jugaban aún en la pequeña plaza, mientras otro niño obsequiaba un ramo de flores que no lo eran y que nunca se marchitarían. Regresé al palomar aún atondado, contemplé un racimo de plátanos, y de un árbol vi enredaderas que nunca había visto. El cielo más azul que ayer me recordó que no lo había contemplado antes a esa hora. Las copas des los árboles desojados parecían brillar más que nunca recortadas en el lienzo profundo. Ascendí despacio a través de los escalones casi saltando apoderado de un dolor hermoso que no recordaba. Un ramo de bromelias se escondía entre las hojas y mientras tanto las campanas rojas y hermosas de la floración emergían del verdor, para herirme más. Permanecí en la escalinata, dejé caer los parpados y me bebí el aire limpio y frío: despacio.