Es sábado y durante la noche entera pasé recorriendo bosques: el sol brillando en medio de la oscuridad y al rededor de él miles y miles de estrellas. Unas azules, otras rojas, otras verdes, algunas reunidas en cúmulos gigantescos, como racimos de luz.
El alma del cielo algo violeta, algo negra, algo azul y algo verde. Las criaturas deambulan en el bosque y un león dorado se acerca. Escucho sus pisadas. Asecha pero no tiene hambre. Unas mariposas nocturnas vuelan, agitan sus alas emitiendo al mismo tiempo un siseo insoportable, pero las alas brillan chisporrotean como hojuelas de inflorescencia.
Más allá al terminar la meseta el abismo que se sumerge durante cientos de metros deja escapar la luz tenue que emiten unas piedras sumergidas en el rio de agua esmeralda, transparente y vaporosa. Soy feliz mientras recorro estos senderos extraños, o mejor dicho no recuerdo la tristeza.
Me recuesto sobre una una roca y no presiento en ella ningunas aspereza, ninguna cosa que me cause incomodidad. Descanso, respiro hondo, no siento mis latidos pero tampoco los extraño porque en mi solo hay plenitud. no recuerdo la tristeza, no recuerdo la incertidumbre, no recuerdo el fracaso. No recuerdo ninguna cosa que me haga sufrir, pero tampoco recuerdo ningún sentimiento de felicidad.
Una mariquita recorre la piel de mi pie derecho, desnudo. Casi es imperceptible, pero brilla con un fulgor lila hermoso que casi sabe a menta.
El sol de la noche pareciera inmóvil y en toda las horas de esta larga noche parece no haberse movido ni un grado. Al norte, en el horizonte la luz del sol del día se insinúa con timidez y unos ases de luz de un color indescriptible inundan el colchón de aires y nubes lejanas.
Las cordilleras aun son solo una silueta y ahí donde la tierra se pierde consumiéndose en el mar, una miriada de barcos diminutos anuncian la hora del nuevo día. Los extraños pescadores van o regresan y las pequeñas antorchas que cuelgan en mástiles y proas solo sirven para anunciar su presencia en medio de la penumbra de este mundo de dos soles.
Aun permanezco depositado sobre la amable roca, no recuerdo mi nombre, no sé quien fui, ni se que habrá más allá del siguiente segundo. El tiempo no existe y no lo necesito pues simplemente el tiempo corre solo yo lo quiero o lo pienso. Así en el horizonte los pescadores ya llegaron al puerto o se perdieron en el hilo del horizonte. Pero la mariquita luminosa apenas comienza a recorrer mi pie y apenas un segundo ha pasado desde que conocí a la cómoda y anciana gran roca de arenisca azul. Solo hay plenitud en todo cuanto veo, solo hay paz y perfección, nada me estorba ni nada busco, pero un pensamiento se agita en mi mente como el aletear de las mariposas nocturnas: la idea de una existencia sublime que mi alma ha vivido y esperado desde siempre.
...Desperté del sueño. Inesperadamente, como cada vez que uno recuerda ser de carne y hueso, sentí mis manos ásperas. Por poco me asusté. Mis manos estaban sucias de arenisca azul. De tierra extraña.