Capítulo I
La bruma húmeda y amarilla difundida en la habitación parecía suspenderse sobre un colchón de aire prístino, más azul, más fresco y menos pesado, el acuoso estrato mortecino parecía latir y su presencia era delatada apenas por los reflejos cáusticos del océano gris que se extendía más allá de la estrecha ventana. La nube inerte se dilataba y se contraía, como corazón tremendo e infame declarando su dominio, mientras el metal de las paredes parecía fluir al mismo ritmo cadencioso e inhóspito del fantasma vaporoso. El hierro corroído y humedecido descubría con voces lastimeras la contracción de sus átomos; pero en la reacción del metal ante el dominio casi inminente del crepúsculo, no había señal de vida.
En la pequeña mesa bajo a la única ventana había hojas de papel amarillento y algunos libros antiguos apilados sin cuidado. Un trozo de vela repujado sobre si mismo como un charco de líquido congelado descansaba irremediable sobre la mesa cubierta de gotas de parafina, mientras la superficie entera era velada por una delgada capa de polvo rojizo. El polvo se difundía cobijando cada objeto, incluso dominando el suelo difuso y cavernoso, el retrato borrado colgado sin cuidado, y la pequeña caja de madera colocada bajo la litera.
Los libros no habían sido leídos en mucho tiempo, eran un tesoro perdido en la penumbra áspera y violeta de aquella habitación.
En medio de la incertidumbre vacía del sórdido silencio se desato un murmullo casi inesperado. (Continua leyendo aquí)